Reinterpretando «The shape of water» en cuarentena

Sobre el «otro», ausencias y resistencias

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Una de las pocas ventajas del periodo de cuarentena ha sido la disponibilidad de tiempo para refugiarnos en libros y películas, una vez agotamos las iniciales ansias de maratones de series. En mi caso, una de las películas a las que he regresado, no sin cierto placer -he de añadir- es La forma del agua, de Guillermo del Toro.

Al recordarla me invade esa cálida sensación que acompaña a toda evocación de belleza y una inevitable sonrisa se dibuja en mi cara. Aunque acude a mis sentidos por sus imágenes, permanece en mi memoria por las metáforas suscitadas y, como cabe esperar de toda buena historia, por las múltiples interpretaciones a las que da pie. Me dispongo, pues, a ofrecer una de esas tantas interpretaciones posibles.

Más que una historia de amor entre seres cuya compatibilidad no viene dada a priori, la película aborda el tema de la alteridad de una manera magistral. En medio de la atmósfera de sospecha de la Guerra Fría, el gobierno norteamericano pretende llevar la delantera a los rusos en la carrera espacial y para ello no duda en recurrir a métodos de tortura y nula moralidad: el uso del cuerpo de un «otro» como objeto. En este caso, como objeto de conocimiento científico, pero esta objetivación ya excluye cualquier posible consideración de ese otro como un igual o similar a «nosotros». En esta trama se despliega el posicionamiento y la acción de tres personajes que, a las claras, no ocupan posiciones de prestigio ni poder dentro de su sociedad. Son lo que podríamos considerar personajes subalternos, aquellos que no hablan: Elisa Esposito (mujer, muda y huérfana), Zelda (mujer, negra y casada) y Giles (homosexual y pintor fracasado).

Conforme avanza la película asistimos al descubrimiento de la compatibilidad entre los dos protagonistas, mientras ambos se van acercando desde sus ausencias o márgenes. Y digo ausencias porque son personajes que, si bien principales, han sido caracterizados por la falta de algo: ya sea la falta de voz, como en el caso de Elisa, la falta de «humanidad» en el caso del hombre anfibio, la falta de masculinidad en el caso de Giles y la carencia de blancura (o, más bien, un exceso de melanina) en Zelda. Ausencias también en otro sentido, en un sentido más poético, quizá. El vacío, la incomprensión y la imposibilidad de sentirse reconocidos por aquellos que les rodean, su circulo más inmediato, y por el resto de la sociedad. Y he ahí donde resuena una de las grandes revelaciones de nuestra reciente cuarentena: la incapacidad de que nuestro yo sobreviva sin la presencia – aunque fuese una presencia virtual- del otro.

Podría decirse que es este vacío en cada uno de estos cuatro personajes lo que nos permite divagar con ellos a lo largo de la película sin caer en el plano más inmediato: la historia de amor entre dos seres que pertenecen a mundos y «naturalezas» distintos. Queda entrecomillado esta cuestión precisamente porque allí reside el núcleo temático del trasfondo. La alteridad, ese «otro» radicalmente distinto a «nosotros» representado por el hombre anfibio, pero también por los otros tres personajes subalternos. Cuando ya los conocemos, escuchamos a Sally -a través de su amigo- defender sus razones para ayudar al hombre anfibio. Entonces nos manifiesta su percepción de vivir incompleta, una suerte de existencia a medias, pero ¿Cómo interpretar ese carácter incompleto?

Lo que podría leerse como una variación del mito romántico de la media naranja, yo propongo interpretarlo como una «no presencia». Una ausencia que causa malestar, extrañeza y apatía; convirtiéndose en un estado semi-permanente que, no obstante, no impide sus intentos de comunicarse, sus ganas de posicionarse y, en algunos casos, el éxito de sus actos de resistencia. La escena a rememorar aquí, es el momento en que el antagonista se pregunta a sí mismo en tono de sorna por qué está interrogando al personal de limpieza, puesto que asume que aquella posición subordinada anula por completo, y de un sólo plumazo, toda capacidad de agencia de las limpiadoras. Pero resulta que también los subalternos pueden hacerse oír y tomar posiciones.

Ahora bien, existe otra dimensión en ese acto de resistencia- la decisión de ayudar al otro- que no puede pasar desapercibida: la de la autosalvación. En la medida en que esta decisión pasa por el previo reconocimiento y apreciación de ese otro que de pronto, ya no nos resulta tan ajeno, queda patente la imposibilidad de llegar a esa plenitud, esa conquista que supone el poder dotarnos de voz y ejercer cierta agencia negada, sin la presencia del otro. Así, la presencia del otro, lejos de representar el peligro, termina convirtiéndose en el elemento imprescindible para el reconocimiento de nuestras ausencias, un incentivo para encaminarnos hacia posibles resistencias y una suerte de plenitud propia. ¡Cómo no sonreír al recordar esta película!

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